Durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, lo represivo estuvo unido a una gestión de gobierno desarticulada y bajo el signo de la inmoralidad administrativa. Detrás de obras de relumbrón había un aparato de propaganda que llegaba al exterior. Como si el progreso de Venezuela se hubiese puesto botas de 7 leguas. Pero la realidad estadística era otra. Todo el impulso que se le había dado al desarrollo sufrió de parálisis abrupta. El subconsumo humano en carne y leche regresó, se clausuró el Departamento Agropecuario de la Corporación Venezolana de Fomento y el Banco Agrícola, escasearon los créditos a la ganadería. Se hacían cosas en vértigo de hormigón y cemento, a un costo tres veces mayor a lo que costaría en Manhattan, orquestándose una danza de la ostentación e importándose la mayor parte de los alimentos. Para 1956, se consumía menos que en 1948. Múltiples informes estadísticos–de instituciones nacionales e internacionales- así lo delatan.
EL PÉREZ JIMÉNEZ QUE CHÁVEZ ADORA
Alberto Rodríguez Barrera
La disminución del poder adquisitivo de los venezolanos era resultado del estado de total indefensión en que se encontraban las clases trabajadoras. Sin libertades ciudadanas, sin derecho a organizarse para la defensa colectiva de sus intereses de productores, los obreros y campesinos fueron obligados a soportar un nivel de vida cada vez más bajo, repercutiendo negativamente sobre el desarrollo de la economía y de la sociedad. El salario volvió a quedarse por detrás de la continuada elevación del costo de la vida. Entre 1948 y 1953, el trabajador retrocedió, trabajó más, produjo más, pero percibió menos. Se le oprimía y extorsionaba más. Las estimaciones hechas por el Banco Central, comparando el apreciable impulso que recibió la economía venezolana durante la gestión administrativa de AD (1946-1949), se detuvo bajo el neofascismo castrense. Tales realidades negativas eran escamoteadas por la propaganda del régimen. En el Estudio Económico de las Naciones Unidas para América Latina (Informe de la CEPAL 1951-1952) se encuentran los números reveladores de la situación real del pueblo venezolano, al igual que en la Enciclopedia Británica.
En el desbarajuste castrense el crecimiento de los índices de producción de artículos “alimenticios” sólo se destacaban las bebidas alcohólicas. Un país abastecido de cerveza, ron y aguardiente mientras la producción de zapatos disminuía. La industria petroquímica tenía una morosa lentitud. Con el desmantelamiento de la Corporación Venezolana de Fomento, creada por AD para incrementar la producción no petrolera, se abandonaba a su propia suerte la intención crediticia del Estado hacia la agricultura, la cría y la industria. La Corporación se convirtió en instrumento de turbios negociados y combinaciones ilícitas, en beneficio de los capitostes del régimen. Ocultando las informaciones estadísticas serias y confiables, la dictadura prefería volanderas noticias, el engaño y la mentira.
En contraposición a la inversión para el desarrollo sustentable, se gastaban cientos de millones en presupuestos ordinarios de guerra y de policía política. Otra vez, Venezuela colgaba del hilo petrolero, consumiendo poterías y enlatados extranjeros. Como sucede siempre con los regímenes autócratas, el prestigio de las Fuerzas Armadas disminuía en forma vertical, perfilándose como un ejército de ocupación alzado contra la República. Más de 200 oficiales estaban en la cárcel y el exilio, otros muchos vivían acechados por el espionaje de la Seguridad Nacional e Inteligencia Militar. Pero quienes conformaban la guardia pretoriana del tarugo disfrutaban de privilegios tan exagerados que indignaban y sorprendían, tanto dentro como fuera del país. Los conmilitones íntimos del aprendiz de déspota traficaban con los Comisariatos del Ejército, cual contrabandistas de alto bordo, con toda clase de artículos comerciales.
El escándalo del Casino para Oficiales fue una elegía de piedra y mármol en un país sin trabajo, niños sin escuela y dos tercios de la población analfabeta. Sobre el palacial Círculo de las Fuerzas Armadas (siempre funcionando a pérdidas) comentó la revista Time: “probablemente su costo haya sido el doble de la cifra oficial de 7.600.000 dólares”, seis veces más de lo que aportaba el Estado para seguros sociales, dos veces más de lo que gastaba en obras de riego. La hipertrofia de los gastos bélicos, ridículo en un país sin conflictos, era correlativo con la disminución de las inversiones para la educación, salubridad, servicios públicos, etc. Los gastos del Ministerio de Defensa crecieron en 54% en el año fiscal 1949-50. Esta era la más segura fuente de enriquecimiento ilícito para el dictador y su camarilla. Todo los costos se inflaban para obtener “comisiones”, en una estela larga de ladronerías documentadas. Las repercusiones negativas de esa política irresponsable, que mencionamos escuetamente pese a tan abundantes evidencias, definían la gestión desarticulada e incoherente del Gobierno en todos los ámbitos de la vida nacional.
La educación llegó a la bancarrota, el riego de la tierra era a cuentagotas y la anarquía se instaló en los planes de electrificación. En esto abundan también las cifras y las evidencias que quedan para el olvido en la historia de los desastres nacionales. Desde los inicios mismos de la dictadura afloró su mentalidad mediocre. La UCV, por ejemplo, había pasado de 2.940 alumnos en 1945 a 4.586 dos años después, un crecimiento del 63%. Era 6.000 para el años académico 1949-1950. Con los inscritos en las Universidades de Los Andes y del Zulia, se había logrado triplicar, en apenas tres años, el número de estudiantes universitarios que se encontró en 1945. Contra logros ciertos y necesarios para el país se lanzó el clausurador neofascismo castrense. Una reserva de 7.000 estudiantes salieron a cursar estudios fuera del país. La formación profesional se restringió en cantidades que no guardaban proporción con las necesidades acumuladas por el país.
Y en la calle, más allá de las aulas de clases, las lecciones que se proyectaban sobre la conciencia de las nuevas generaciones venezolanas no podían ser más degradantes: el zahumerio constante al megalómano que detentaba el poder; la sumisión absoluta a las potestades extranjeras del dinero, conjugada con un patrioterismo delirante y de mal gusto, dirigido a la creación de odios; la pestilente corrupción administrativa; el espectáculo bochornoso de un grupo de hombres que esquilmaba al país y acogotaba las libertades de todos en los paréntesis de descanso entre bacanales.
El contrapeso de estas influencias mefíticas, deletéreas, que amenazarían con desintegrar el espíritu nacional, se refugió en el militante movimiento de la resistencia democrática, abrazado a su fe política con fervores de cruzada y oponiendo una elevada ética colectiva a la sucia marea desbordada. Todo esto se buscaba acallar en el menos complejo terreno de algunas obras materiales. Pero ésto último exaltan exégetas benévolos de los regímenes de fuerza, quienes pretenden cohonestar sus atropellos a la libertad y a la dignidad de los pueblos con una supuesta eficacia que despliegan en lo que se refiere a hacer sólida obra administrativa.
Pero para la historia no es posible ignorar la paralización de obras realmente sólidas en ejecución. Y menos aun cuando no se emprenden obras nuevas. La electrificación del país, obra excelsa adeca, retrocedió, así como el interés en seguridad social y salud. El Hospital Policlínico de la Ciudad Universitaria es otro ejemplo. Planificado cuando Medina Angarita, AD lo comenzó a levantar y lo dejó muy adelantado (la construcción iba por el sexto de sus once pisos para 1948). Y seis años después se inauguró, pero no para entrar en servicio, ya que no se pudo utilizar de inmediato. En 1956, todavía estaba sin funcionar “por falta de personal especializado”, faltaban médicos y enfermeras (diez veces menos que las requeridas en Venezuela). Y a quienes reclamaban mantener los avances logrados por los adecos en cuanto a Reforma Agraria (también paralizada por el tarugo), el régimen sólo decía “Vayan a quejarse a Acción Democrática”. Todo se deformaba y distorsionaba autocráticamente. Y la política del “Bien Nacional” permitió que muchas tierras del Estado fueron transferidas a esos acaudalados propietarios de nuevo cuño, secuestrando y acumulando los “bienes nacionales”.
Otro “detalle” fue que la coherente política de inmigración se transformó en tráfico de pasaportes y de visas, pingüe y escandaloso negocio. Y cabareteras de todas las nacionalidades, junto con aventureros de toda laya, se volcaban hacia Caracas, ciudad en permanente jolgorio, con clientela y complicidad oficial. Hora incalificable y bochornosa donde naufragaron normas de austeridad de todo equipo de Gobierno con un mínimo de respeto hacia las responsabilidades contraídas. Volvieron las orgías oficiales y desenfrenadas de cuando Cipriano Castro, en un ambiente de zahúrda, de lupanar, de garito, como se gobernaba al país. El vértigo licencioso y la arrogancia mandante no tenía tiempo para los problemas del país. Se paralizó el ímpetu que le había dado el régimen democrático.
Otro mito de la dictadura es la construcción de viviendas. Se abandonó la construcción coherente de viviendas con distribución lógica a escala nacional (además de que e 1948 se construyeron más viviendas que la dictadura entre 1950-1952). Para 1955, más del 15% de los venezolanos vivían en Caracas, una especie de macrocefalia que empeoró por la falta de previsión de un Gobierno que aceleró la torrencial acumulación de gente en un valle estrecho. La construcción de superbloques no echaron las bases para la solución armónica, racional y nacional. Sembraron y fertilizaron semillas de desajustes y graves dificultades futuras. Una “tiesa empalizada de 16 pisos” (para 35 mil personas) constituían una décima parte de los 300.000 venezolanos amontonados en los cerros y quebradas del cinturón de pobreza; a capricho improvisaba la dictadura.
Cuando fue derrocado Gallegos estaba en vías de instalación inmediata una industria siderúrgica nacional. Todo el plan para transformar en acero el mineral de hierro venezolano se desmanteló y perdió. El teniente coronel Llovera Páez se transformó en el taumaturgo de una siderurgia venezolana nonata e invisible que más de 5 años después, en jira cual rey Faruk por Europa, paseando media tonelada del mineral y una extensa cauda de amigos jacarandosos, curiosearon algunas fundiciones en los ratos libres que a la caravana le dejaba el recorrido alegre por los clubes nocturnos de Mónaco y la Riviera. Al igual que sucedía antes de los adecos con el petróleo, el hierro se regalaba a extranjeros por tres lochas. Siete años después de iniciado el régimen usurpador, no teníamos plantas siderúrgicas en Venezuela. Pero el turismo dispendioso y las fanfarrias publicitarias no cesaban.
En síntesis, el modo despótico de gobernar se conjugó con el auge insólito de la inmoralidad administrativa, haciendo de Gómez y Guzmán Blanco tímidos practicantes del merodeo o escaladores novatos en el grupo de los desfalcadores nacionales. Nunca se había expandido el peculado en tales proporciones ni con tanta impudicia. Los millonarios de decenas de millones se improvisaban –muchas veces con uniforme- a la vuelta de semanas en el ejercicio de cargos administrativos. Y como las trampas siempre salen a la larga, en el caso de Pérez Jiménez (ya caída la dictadura) se ocuparon sus bienes: una casi interminable lista de edificios, terrenos, haciendas, títulos y acciones poseídos por el prófugo, sus familiares y testaferros. Tenía otra cantidad de millones en bancos extranjeros y, además de la famosa “maleta” olvidada al huir, dejó en Miraflores una libreta de su puño y letra donde reflejaba el montante de las comisiones que él recibió por compras que hizo el Estado. Ya extraditado el reo en 1962, la desfachatez del ladrón justificó su fabuloso enriquecimiento diciendo: “Lo que quiero probar con esto, pues no estoy obligado a dar explicaciones, es que un Jefe de Estado puede hacer buenas operaciones si sabe escoger el momento oportuno para inversiones sólidas”.
La cloaca de corrupción administrativa fue denunciada constantemente por los canales de difusión clandestina de Acción Democrática y otros partidos, sin jamás ser desmentida. Fueron 10 años perdidos para el desarrollo nacional, de desbarajuste social y de envilecimiento de la ética colectiva, donde hasta el juego del 5 y 6 fue tomado por el Estado Mayor Militar –junto con la incitación a los juegos de azar- para robar a manos llenas. Hipertrofiaron a las loterías. Hasta la construcción de la Autopista Caracas- La Guayra fue objeto de la rapacidad: obra útil y necesaria que planificó e inició el régimen adeco, pero que la dictadura elevó a un costo impresionante, logrando para Venezuela el cuestionable privilegio de tener la carretera que más ha costado en el mundo: 6 millones de dólares por milla (según la revista Time, 28 de febrero, 1955); entre 180 y 200 millones de bolívares (de aquel entonces) se gastaron en la construcción de una vía de apenas 17 kilómetros de largo.
Así de resumido (dejando tanto más por fuera), esta fue una etapa de traición al destino económico nacional, que desvió el proceso de modernización democrática iniciado en 1945, y que terminó de desbarrancarse con una política de petróleos que en línea de sucesión directa viene de la instaurada por Juan Vicente Gómez: colonialista y contraria a los intereses del país, como también resumiremos.
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