miércoles, 18 de mayo de 2016

LA IMPUNIDAD Y EL HAMPODUCTO

“… no estaré en Miraflores ni un día más, pero tampoco ni un día menos, del lapso fijado por la Constitución para el mandato que ejerzo; y entregaré a mi sucesor el poder, dejando escritos con hechos, para la historia, que en Venezuela sí se puede gobernar sin robar”.  Rómulo Betancourt sembraba la confianza y la fe en la democracia, y decía: “Vivimos en el azaroso tiempo de la guerra fría y dentro de sociedades que aún no han encontrado su centro de equilibrio. Pero lo importante es que en ningún momento falle nuestra fe –la de los gobernantes y la de los gobernados- en que sólo dentro de los cauces y de las fórmulas de la democracia representativa podremos encontrar solución a los problemas presentados a nosotros, en términos de desafío”.



LA IMPUNIDAD Y
EL HAMPODUCTO 
-Alberto Rodríguez Barrera-

     El 15 de octubre de 1962, el Gobierno de Coalición solicitó ante la Corte Suprema de Justicia la ilegalización de los partidos Comunista y Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR).

     La unanimidad habida en el Consejo de Ministros para la solicitud de esa medida de carácter político-judicial vino a desvanecer las especulaciones hechas en esos días de una supuesta crisis de gobierno con motivo de la medida en cuestión. El Consejo de Ministros reflejaba cabalmente la composición del gobierno y su unidad revelaba cómo, para bien de la República, se mantenía una armonía de criterio entre quienes ejercían por mandato popular la jefatura del Estado y sus inmediatos colaboradores, cuestión que a nadie producía sorpresa. Divergencias de principios, fundamentales, no podían surgir entre un Presidente de la República que había demostrado a lo largo de su dilatada vida pública apasionada y militante adhesión a las normas democráticas y los dirigentes de partidos políticos o ciudadanos políticamente independientes que ocupaban los más destacados puestos de comando de la administración pública.


     Tentación de arrebatos dictatoriales no esperaba el país de Rómulo Betancourt, quien no los había tenido en tres años y medio de gobierno de una muy difícil etapa nacional. Hubiera sido sospechoso de tales arrebatos quien hubiese dado indicios de querer prolongarse en el gobierno más allá de la finalización de su mandato, que en el caso de Betancourt sería a comienzos de 1964; o de quien tuviera especialísimo interés en saltarse a la torera la Constitución, como forma de garantizarse bienes mal habidos. Ni una ni otra situación eran las de Rómulo, quien no creía de hecho ni hacía nada excepcional, sino cumplir con los imperativos propios de su consciencia, con las leyes de la República y con un elemental deber de lealtad a la buena fe del pueblo que lo eligió Presidente, y decía: “… no estaré en Miraflores ni un día más, pero tampoco ni un día menos, del lapso fijado por la Constitución para el mandato que ejerzo; y entregaré a mi sucesor el poder, dejando escritos con hechos, para la historia, que en Venezuela sí se puede gobernar sin robar”.


     En el escrito presentado por el Ejecutivo federal a la Corte Suprema de Justicia, en su sala político-administrativa, se pedía que se declarara, con respecto a los partidos Comunista y MIR, “la invalidación de sus respectivas inscripciones o autorizaciones como organizaciones políticas”. Y más adelante se agregaba ese mismo pedimento: “Con todas las consecuencias legales que de ello deriven”. 

     Entre esas “consecuencias legales” cabía señalar, como una de las exigidas en forma clamorosa por la opinión democrática del país, la de que no continuaran utilizando los congresantes de esos partidos, cuya ilegalización se pedía, su inmunidad parlamentaria como patente de corso para ser dirigentes impunes de actos de terrorismo y de violaciones flagrantes de la Constitución y las leyes de Venezuela.



     Un millón trescientos mil obreros y campesinos del país, estructurados en la poderosa y combativa Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), expresaron el querer y sentir de Venezuela en un documento que entregaron al Presidente Betancourt en Miraflores, donde –después de ratificar que estaban en pie de lucha, sin retaceos ni calculismos- se manifestaban en defensa del régimen constitucional: “Causa asombro y malestar en la opinión pública democrática que un grupo de dirigentes de los partidos extremistas, responsables de esos actos de vandalismo político, se encuentren atrincherados bajo el manto de la inmunidad o impunidad, en el Parlamento nacional, desde cuya sede dirigen las acciones terroristas contra los demás poderes de la nación, lo que significa que dichos parlamentarios se encuentran en franca rebeldía contra la propia Constitución nacional. Al llamar la atención sobre esta anormal situación, es con el bien definido propósito de que se le ponga cese, de una vez por todas, a esta acción criminal que se libra desde los escaños del Parlamento nacional”.


     Y en el empeño, perfectamente justificable, de acorralar a los empresarios de la subversión y de hacer caer sobre ellos todo el peso de la ley, el Ejecutivo federal intentó ante los tribunales penales una acción coincidente con el pedimento hecho ante la Corte Suprema de Justicia. La acusación introducida ante los tribunales ordinarios estaba respaldada con pruebas abrumadoras e irrecusables contra los partidos de la extrema izquierda. “Por rebelión civil serán acusados ante el tribunal competente los dirigentes nacionales de la subversión”, había prometido el Ministro de Relaciones Interiores al clausurar la Convención de Gobernadores. Se había substanciado un amplísimo expediente, donde se demostraba, con hechos y testimonios irrecusables, que los agentes en Venezuela del señor Kruschev y del señor Fidel Castro eran responsables del asesinato por la espalda de policías uniformados y de miembros de las Fuerzas Armadas; de atracos a bancos y a empresas comerciales e industriales; del fomento y estímulo de las guerrillas nonatas; de cooperación inductora y activa rebelión armada en las bases navales de Carúpano y Puerto Cabello; en fin, de atentados contra las personas y las propiedades, con el confeso y definido propósito de crear un caos en el país y de conducirlo a la guerra civil.



     Gentes impacientes, unos sinceramente y otros de mala fe, criticaron la vía escogida por el gobierno, que era la vía que se ajustaba a los requerimientos legales y al estilo del Gobierno de Coalición, que se anticipó a esas críticas de buena fe, sin sentirse obligado a hacerlo a los enemigos inmodificables del sistema democrático de gobierno, quienes –biológica y orgánicamente- no creían sino en la autocracia, y no por filosofía personal, que acaso hubiera sido respetable, sino porque cuando ha habido dictadura en este país se aprovechan de ella para el negocio fácil y el enriquecimiento rápido.

     El procedimiento de ir ante los jueces para que ellos decidieran sobre la ilegalización de los partidos extremistas no significaba diferir hasta las calendas griegas la solución del problema. Los lapsos establecidos en las leyes de procedimiento para los procesos ordinarios no se aplicaban a situaciones como la planteada por el Gobierno nacional a la Corte Suprema de Justicia. No se avizoraba riesgo de que los expedientes se archivaran y fueran víctimas de la polilla en los escritorios de los magistrados. En una forma u otra, porque el Ejecutivo no estaba ejerciendo presión sobre sus consciencias. Y mientras tanto, el gobierno estaba desmontando, enérgica y decididamente, el aparato conspirativo e insurreccional de los dos partidos extremistas.


     Los activistas de esos partidos estaban detenidos, en toda la República, lo cual se había facilitado por la suspensión de algunas garantías constitucionales, medida adoptada después de realizarse una serie de actividades terroristas de típico cuño comunista-mirista, que habían culminado a principios de octubre de 1962 con la ocupación, en Caracas, de la Maternidad Concepción Palacios por una brigada de terroristas militantes de esos partidos, quienes realizaron una acción de comando en esa institución de asistencia pública, sin importarles un bledo que en ella estuvieran más de 600 mujeres del pueblo en trance de dar a luz. 737 maestros y profesores comunistas y miristas habían sido erradicados de la educación pública, en proceso profiláctico que buscaba impedir que la cátedra fuese utilizada para realizar un proselitismo contrario a la Constitución, las leyes y la nación, y en favor de la Rusia y de la Cuba comunistas. Estos partidos habían perdido su contextura de organizaciones políticas y se habían transformado en sectas paramilitares, sometidas a órdenes que se impartían verticalmente para asesinar, robar, incendiar, dinamitar, para adquirir méritos, como ejecutores dóciles de órdenes emanadas del extranjero, ante los sínodos de Moscú y de La Habana.



     Pero no era sólo contra la delincuencia política que se utilizó la suspensión parcial de garantías. El hamponato sin filiación política, o en algunos casos vinculado a través de vasos comunicantes con el de filiación extremista, estaba beneficiándose de la honorable institución del habeas corpus para mantener en inocultable zozobra al país. Se aplicó lo que Rómulo llamó “un hampoducto”, trabajando a tiempo completo entre La Carlota y El Dorado. Esa misma actividad febril para aislar, encarcelar y reducir a los elementos antisociales se estaba desarrollando a escala nacional. Así, la restricción de garantías, que en nada perjudicaba a la inmensa, determinante mayoría de los venezolanos honorables, desde el punto de vista político o privado, se estaba utilizando y siguió siendo utilizada para combatir el hamponato, ya fuera el puro y simple de los amigos de lo ajeno, como el más sofisticado e igualmente repudiable de los enemigos de la tranquilidad y de la paz de los venezolanos.

     El decreto de suspensión de algunas garantías, que en forma responsable y eficaz utilizó el Ejecutivo para combatir la delincuencia política y hamponil, estaba por ser aprobado o impugnado por el soberano Congreso Nacional. No iba dirigido a quienes pensaban, actuaban y procedían en venezolano. Los militantes de la oposición democrática, a pesar de la restricción de garantías, estaban recorriendo el país en giras preelectorales, combatiendo al gobierno y en lícito ejercicio de su derecho a disentir de la forma como se orientaba la cosa pública en Venezuela. Absurdo hubiera sido que ligaran su suerte, no siendo apéndices de partidos internacionales, a quienes actuaban en Venezuela como quintacolumna de Moscú y de La Habana.


     En todo esto, no había presión alguna de los militares sobre el Gobierno de Coalición para que actuara como lo estaba haciendo. Rómulo no era insincero ni cobarde, y el pueblo le creía cuando afirmaba que las Fuerzas Armadas no habían pretendido presionarlo en ningún momento para que adoptara determinadas posiciones políticas o administrativas. Rómulo asumía que “los errores y aciertos de mi gestión de Presidente son míos propios, y no de personas o institución alguna. Y quiero dejar constancia explícita de que la institución castrense ha actuado con fidelidad y respeto a la norma constitucional, que hace de ella un organismo obediente, apolítico y no deliberante. Esto lo digo, reiterando lo afirmado en el mismo sentido muchas veces antes, cuando estoy, para hablar en criollo, ‘con el pie en el estribo’, apenas a dieciocho meses de entregar el poder a quien me suceda en Miraflores, y por eso mismo a cubierto de la suspicacia de que me exprese así con fin distinto del muy simple y muy obligante de hacerles justicia a quienes merecen, por su conducta institucionalista y honorable”.


     Otra observación es la de que habían resultado totalmente fallidos los propósitos de los empresarios del caos de paralizar con sus actos terroristas y con sus campañas de rumores, ya que el indetenible y enérgico proceso de recuperación económica y de acción administrativa fecunda era una realidad incuestionable. Los inversionistas seguían invirtiendo en nuevas industrias, y en ganadería y agricultura. El gobierno seguía adelante en su acción de saneamiento fiscal, de impulso al desarrollo económico. De defensa y valorización del capital humano del país. Se había presentado al Congreso un presupuesto de 6.225 millones de bolívares, cabalmente balanceado entre ingresos y egresos, y con un porcentaje determinante de inversiones con fines reproductivos. Se sacó a licitación la línea de transmisión de Macagua, en el Caroní, que habría de permitir traer hasta el centro de la República la electricidad barata allí producida; y para el próximo año estaba prevista la colocación de la primera piedra de la represa del Guri, que para 1969 dotaría a Venezuela de un índice per capita de electricidad igual al de Inglaterra; igualmente se pondría la primera piedra del puente sobre el Orinoco y se inaugurarían espléndidas edificaciones hospitalarias en Ciudad Bolívar y Barcelona. La industria de la construcción estaba en acelerado proceso de recuperación por las altas inversiones en obras públicas, y en materia de préstamos del Banco Obrero para casas y apartamentos de las clases media y trabajadora…


     Rómulo Betancourt sembraba la confianza y la fe en la democracia, y decía: “Vivimos en el azaroso tiempo de la guerra fría y dentro de sociedades que aún no han encontrado su centro de equilibrio. Pero lo importante es que en ningún momento falle nuestra fe –la de los gobernantes y la de los gobernados- en que sólo dentro de los cauces y de las fórmulas de la democracia representativa podremos encontrar solución a los problemas presentados a nosotros, en términos de desafío”.




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