lunes, 4 de julio de 2016

LAS TROMPETAS PARA EL JUICIO FINAL


Hay que estar desprovisto del sexto sentido que es el humor para tomar en serio el disfraz mediático del castrofascismo, semejante al pedazo de carne que lleva el ladrón para distraer al perro guardián del espíritu. La evaluación de algún “filósofo” que fundamente razonamientos con la exactitud de criterios históricos o científicos es juzgada con el mayor de los desprecios, como si proviniera de un positivismo ridículo. Aquí el castrocomunismo ha creado también el monopolio de las estupideces.


LAS TROMPETAS PARA EL JUICIO FINAL
-Alberto Rodríguez Barrera-


“La negligencia en este tema, que es tan común en los Estados existentes, 
es una causa de pobreza que nunca falla entre los ciudadanos; 
y la pobreza es la madre de la revolución y el crimen.” 
Artistóteles



     Como hemos podido constatar, la educación del castrofascismo tiende a justificar los crímenes contra la humanidad en nombre del sagrado egoísmo de la “patria”, pero las reacciones contra la normalización de lo atroz son rarísimas, y siempre han sido marginales, nunca han ejercido influencia sobre la dirección política o la opresión global. Los medios voltean la torta, provocan la toma de consciencia, seriamente, y lo hacen con valor. Porque la cotorra sobre la “soberanía intocable” no excusa los delitos, vengan de donde vinieren.

     Las acusatorias del castrofascismo para arrinconar la información son generalmente puras y simples pamplinas. La eficacia de la información está también en retratar lo penoso, lo acusatorio y lo humillante, a pesar de las crisis que provoca y el odio que despierta en los “revolucionarios”, pero es a la vez apoyada por la consciencia colectiva contra quienes combaten esa libertad. La verdad de la información ya nada tiene de platónica y es realmente un ímpetu revolucionario irreversible. Aunque a veces se desconfíe, se sabe y siente que sin la información las llagas de Venezuela se transformarían en cataclismos; y su instinto de conservación puede más que su instinto conservador. Los intentos del castrofascismo por ‘limitar” los “abusos” hacen caso omiso de que la información, por esencia, es imprevisible, y por lo tanto ilimitable; sólo una más amplia información puede corregir los abusos de los informantes. Si nadie sabe qué es exactamente “objetividad”, que la hipocresía filosofe sobre ella, porque el que sabe qué es, sabe qué es su contrafigura, y eso basta. 

   El espectáculo de la insurrección incita a la insurrección, pero el castrocomunismo quiere un espectáculo sin contestación, en silencio. Como enemigos de la información sospechan de la exposición de las crisis y las miserias, porque la información es la crisis, para ellos; les aterroriza lo que quema y calcina, como si lo que “daña” y “desagrada” no existiera; y pretenden eliminar el hecho de que las “malas” noticias superan en “interés” a las “buenas”, porque la información asume, congénitamente, una función perturbadora; y no queda otra opción entre esta perturbación permanente y la censura.

Es una realidad que la buena información está formada por malas noticias; la verdad no se decreta. Sólo la información sin freno, que adquirió eficacia política con la era de los medios masivos, es el elemento apto para catalizar la síntesis de “revolución social” y las libertades democráticas. Lo que sea que se quiera decir o contradecir es posible y superior por la libertad que se permita. Desde el principio de los medios masivos, los sociólogos se esforzaron por comprender a los medios electrónicos y vieron el motor de una revolución, destinado a modelar un nuevo tipo de hombre, de perspectivas educativas, de relaciones sociales, de psiquismo. Las multitudes solitarias ya no estarían tan solitarias adivinándole los secretos o los follones a Stalin. Es la ineptitud corrosiva la que invita a exclamar “¡Fuego!”.

     Es imposible hablar de la civilización de la prensa cuando se cuenta con sólo un periódico como “Granma” (Cuba). No hay duda de que lo que hay, especialmente en la televisión, podría ser mejor, más “educativa’, por ejemplo; pero para eso estamos, como no estaríamos donde sólo hay un pozo sin agua. Cuando el castrofascismo chilla –cual virgen descubierta desnuda- con chirridos de indignación ante los pocos medios que no están en sumisión, aplaude y promueve la purulencia de la marabunta de medios oficialistas que se deshacen en injustas e insultantes cóleras de violencia, espantos y excomuniones desproporcionadas que dejan a Hitler y Goebbles como niños de pecho, o principiantes de la vulgaridad frenética, eternizando las trompetas de múltiples Juicios Finales.

     Hay que estar desprovisto del sexto sentido que es el humor para tomar en serio el disfraz mediático del castrofascismo, semejante al pedazo de carne que lleva el ladrón para distraer al perro guardián del espíritu. La evaluación de algún “filósofo” que fundamente razonamientos con la exactitud de criterios históricos o científicos es juzgada con el mayor de los desprecios, como si proviniera de un positivismo ridículo. Aquí el castrocomunismo ha creado también el monopolio de las estupideces.

   La revolución por la información es a la vez una revolución política y una revolución intelectual. Cuestiona el poder y, a la vez, la cultura. Apunta a la distinción entre dirigentes y dirigidos, entre intelligentzia y masa. No podemos pretendernos revolucionarios si reclamamos la abolición de la primera y el contenimiento de la segunda. Pero, sobretodo, los medios han revelado ser no sólo un medio de difusión sino un medio de acción sobre el acontecimiento ya no a través de la propaganda sino de la información misma; así quedó demostrado en Francia en mayo de 1968: durante semanas los medios de información formaron parte del propio “mayo francés” y lo modificaban. En norteamérica los medios son reuniones de la “comunidad” para conocerse íntimamente. Aquí no pueden llegar a ser la vergüenza que el castrofascismo ha creado en su aparataje desquiciado.

La línea política coherente para los medios de comunicación –dentro de la insólita presión del castrofascismo- es estar mejor “informados” y “en reflexión constante” con buen material –concepción clásica de la información-, convirtiendo al espectador en actor, haciendo de él algo más que el producto de su experiencia personal, incorporándolo al hecho. A esta función activa le teme el castrocomunismo; prefieren la monopolización, la verdad única, la sumisión. Así los comunicadores no sirven para nada y, al igual que con las campanas, lo mejor es que suenen las trompetas que el castrofascismo quiere en silencio.

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