El Barroco reflejó una crisis general de la razón... En esta sociedad en la que el individuo, sin cesar amenazado, debe afirmarse como poderoso enemigo... los desequilibrios favorecen el desorden del “yo” ... Así es que la gloria se convierte en una exigencia íntima, una ley interior. Es preciso vencer, no sólo los obstáculos exteriores, sino también, en el interior de sí mismo... La virtud por excelencia consiste, entonces, en la total generosidad, en la búsqueda apasionada de la gloria y la sumisión de las pasiones a este ideal. El héroe es aquel que se jura no desfallecer y sacrificarse por la gloria. Esta virtud es la afirmación del individuo sometido al total poder del orgullo, que grita como Medea: “Es tan grave la desdicha, ¿qué os queda?. Yo”.
EL BARROCO PRECIOSISTA Y EL YO
-ALBERTO RODRÍGUEZ BARRERA-
Durante los siglos 16 y 17 hay una gran vitalidad en Europa, no obstante la supervivencia múltiple de legados medievales. La tendencia, irrealizable en una sociedad de clases mutuamente hostiles, es realizar en cada hombre el ideal de la humanidad, desenvolviendo su individualismo. Se trata de estudiar la naturaleza para adueñarse de ella dominando la ciencia y la técnica. Se quiere gozar de la tierra y de todo lo que hay en ella, sin Dios y sin la metafísica medieval. Se quiere libertad burguesa frente a señoríos, derechos feudales, concepciones morales y religiosas. Es a partir del siglo 16 cuando aparece en la literatura el hombre solitario (Shakespeare en La Tempestad); el hombre solo enfrenta al mundo, como lo presentó Tomás Hobbes con su frase de “el hombres es el lobo del hombre”.
Se idealiza al individuo fuerte, inescrupuloso, enérgico, práctico, triunfador en el arte de hacer fortuna, reclamando las libertades necesarias para la consecución de su empresa; debe quebrar obstáculo tras obstáculo y la monarquía absoluta sirve de agente para su individualismo al fomentar hombres de recia personalidad que puedan oponerse a los estamentos; la gran meta es realizarse plenamente. “El fin de mi vida es ser lo que soy”, exclamó Shakespeare. Y el dinero va adquiriendo su omnipotencia, convirtiéndose poco a poco en lo que más adelante definió Marx como factor de enajenación: “El dinero es el objeto de posesión más eminente por su propiedad de comprarlo todo (apropiación). Esa propiedad es universal y determina su omnipotencia…” “Soy lo que puedo pagar. Su alcance es el alcance de mis propiedades y mis potencias esenciales. No es mi individualismo lo que determina lo que soy y lo que puedo. El dinero es la verdadera inteligencia de las cosas. El dinero transforma las limitaciones y vicios en su contrario”. Y Shakespeare señala dos de sus propiedades: a) es la divinidad visible; b) es la prostituta común.
Pero en este digno mundo burgués el espíritu será tanto más elevado cuanto más alejado se encuentre del trabajo. Erasmo de Rotterdam fue llamado “el hombre para sí” (homo pro se) y Descartes aspiraba moverse entre los hombres como si fueran árboles de un bosque: ser más espectador que actor, con la actitud del intelectual al servicio de la nueva clase. El siglo 17 es una intensa corriente de irreligión, teórica y práctica (en Francia enlaza a Montaigne y Voltaire), corriente que desaparece en la segunda mitad del siglo; pero entre 1600 y 1660, la incredulidad se manifiesta sin reboso. La licencia de las opiniones y la vida tiene dos causas principales. Una es la persuasión de que la razón lo puede todo. La otra es la anarquía política que preparó la anarquía moral (guerras civiles).
Los incrédulos, entonces llamados “libertinos”, eran de dos clases: los filósofos y los eruditos, gente discreta, enemiga del escándalo; y los mundanos, poetas y hombres de ingenio ruidosos y multiplicadores de escándalos. Éstos no tenían ninguna doctrina precisa: eran burlones que hacían ostentación de tolerancia. El siglo 17 es el siglo del Barroco, que posee el gusto de la libertad formal y el desdén por las reglas, la medida y la circunspección. Es irracional y contradictorio. Desea, al mismo tiempo, el pro y el contra. Posee el gusto del misterio y de lo sobrenatural, de lo emotivo y de lo pasional, de los encantos de la naturaleza y del folklore; el Barroco es cósmico, panteísta, tumultuoso, ondulante, desbordante, lujuriante; sacrifica el orden a la sanción, la eternidad a la intensidad. Esta sensibilidad se muestra también en los escritores, con savia picaresca. En el teatro se olvidan a menudo las reglas; no hay unidad de tiempo ni de lugar, ni de acción. Abundan los sueños y oráculos, y las apariciones de sombras y espíritus. La fortuna juega un papel increíble; acontecimientos fortuitos, separaciones o encuentros debidos a las tempestades, corsarios, naufragios con inmediata salvación.
Al Barroco se vincula el preciosismo, manera de ser propia de las cortes y de salones. Los preciosistas se esfuerzan para separarse de lo vulgar, ser raros y sorprendentes en todas las cosas. En amor, son los sacerdotes del amor platónico, elevado a la altura de una religión y considerado fuera de los contactos carnales y del matrimonio. En su lenguaje, por su voluntad de diferenciación aristocrática, los preciosistas llegan a la jerga, pero destierran lo popular, las usuales voces de trabajo; su literatura ama furiosamente y busca el efecto de sorpresa, pero se limita a pequeñas composiciones-carta, epigrama, madrigal, lo pastoril o de aventuras. El preciosista busca en sus obras efectos de agudeza, antítesis, metáforas, paráfrasis, alegorías, todo lo que es inesperado, excesivo, la dificultad y lo particular, análisis psicológicos quintaesenciados, separación, aislamiento, división, enumeración.
El Barroco reflejó una crisis general de la razón, que se manifestó primero en los dominios de la moral. En esta sociedad en la que el individuo, sin cesar amenazado, debe afirmarse como poderoso enemigo; en esta sociedad todavía aristocrática, en que el ideal es el noble, el soldado por excelencia, y en la que los desequilibrios favorecen el desorden del “yo” y, en consecuencia, los arrebatos del orgullo, el hombre virtuoso es el héroe, y la suprema ambición, el poder y la gloria. El deber consiste en las satisfacción de la gloria, y ésta consiste en observar las reglas de honor social, que se identifica con el feudal, nobiliario. Así es que la gloria se convierte en una exigencia íntima, una ley interior. Es preciso vencer, no sólo los obstáculos exteriores, sino también, en el interior de sí mismo, las pasiones, el miedo, la timidez. La virtud por excelencia consiste, entonces, en la total generosidad, en la búsqueda apasionada de la gloria y la sumisión de las pasiones a este ideal. El héroe es aquel que se jura no desfallecer y sacrificarse por la gloria. Esta virtud es la afirmación del individuo sometido al total poder del orgullo, que grita como Medea: “Es tan grave la desdicha, ¿qué os queda?. Yo”.
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